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4 Entre olivos y cortijos blancos
Acaso Baeza podría decirse que es la pareja irreconciliable de Úbeda, ciudad situada de ésta a un cuarto de hora por carretera, pues fueron ambas y al tiempo declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, en un ejemplo de lo que bien podría llamarse una política turística exitosa conseguida por el buen maridaje en las acciones conjuntas de sus corporaciones.
Baeza puede ser contemplada desde muchos puntos de vista, pues en ella no predomina ni pesa una época por encima de otra, aunque bien parezca que el Renacimiento lo inunde todo. El conjunto histórico está encabezado, allá en lo alto, por la pequeña catedral (que no por modesta menos bella) reconstruida por el sempiterno arquitecto de orígenes albaceteños, Andrés de Vandelvira, tras el derrumbe de la antigua. En torno a ella de despliega, en dédalo de callejuelas, placitas y serpenteantes vías, madeja deliciosa apta para ser desenredada por caminantes y turistas en su curiosidad viajera. Un palacio aquí, una humilde iglesia allá, casonas y jardincillos, ventanas abiertas a la contemplación del pasado, se desgranan en cada recoveco, cual si el tiempo se hubiese detenido en un reloj falto de cuerda y péndulo inmóvil.
Los rostros mitológicos y simbólicos insertos en medallones parecen seguirnos a cada paso, vigilantes y atentos ante los visitantes cargados con máquinas de inmortalizar el tiempo. Detrás de algunas fachadas platerescas, que bien pudiesen haber florecido en Salamanca, se abren patios de crujías abrazadoras, cálidas en su centro abierto, frescas bajo los soportales. Decimos que Baeza se asemeja en cierta forma a Salamanca y lo es más si tenemos en cuenta que también poseyó universidad hasta 1825, año en que fue reducida a Instituto Libre. Su paraninfo aún nos lo recuerda.
Baeza es renacentista, y es medieval, y es machadiana. Antonio Machado se trasladó desde Soria, lugar en el que años antes había muerto su querida esposa e inspiración constante, para ejercer como profesor de francés durante siete años, de 1912 a 1919. La estancia baezana no supondría precisamente una etapa feliz para el poeta. ¿Baeza significó una válvula de escape de si mismo y su memoria? La contemplación de los campos plagados de olivos actuaba de receta contra su mal del corazón roto por la ausencia. Lejos de sus Campos de Castilla, se entromete en los campos andaluces, coloreándolos con su poesía. Como él mismo confesó en una auto descripción garabateada en Baeza en 1917, sus principales distracciones allí eran “pasear y leer” con el fin de neutralizar sus recuerdos.
Desde mi ventana
¡campo de Baeza,
a la luna clara!
¡Montes de Cazorla,
Aznaitín y Mágina!
¡De luna y de piedra
también los cachorros
de Sierra Morena!
Sobre el olivar,
se vio la lechuza
volar y volar.
Campo, campo, campo,
entre los olivos,
los cortijos blancos.
Y la encina negra,
a medio camino de Úbeda y Baeza.
[…]
Sobre el olivar,
se vio la lechuza
volar y volar.
A Santa María
un ramito verde
volando traía.
¡Campo de Baeza, soñaré contigo
cuando no te vea!
[…]
Los olivos grises,
los caminos blancos.
El sol ha sorbido
el calor del campo;
y hasta tu recuerdo
me lo va secando
este alma de polvo
de los días malos.
(CLIV, Nuevas canciones1917- 1930)
Baeza aún le estima y le homenajea por siempre manteniendo el aula en que impartió sus clases tal y como la dejó el día en que partió para Segovia. Y allí siguen sus recuerdos, flotando, entre los olivos y los cortijos blancos.
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